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En la terraza y frente a ti, el Palacio de la cultura, el parque Botero con sus gordas, el Hotel Nutibara, la rampa del metro, y la fauna humana que deambula sin pausa, unos con rumbo fijo, otros a la deriva. Y ya, es lo mejor de este restaurante que combina cocina nacional con algo que se supone son caprichos internacionales. Flojo, para ser el restaurante de una institución como el Museo de Antioquia, demasiado básico, desganado, para cumplir. Se puede ir a tintear, a tomar jugo de fruta y a comerse alguna que otra tregua como para hacer las paces con una carta que no promete desde la lectura. Los ojos se te van a las calles del centro. El restaurante en si queda a tus espaldas si te dedicas a ser un voyerista incansable de lo que se menea ante ti, aparece el camarero, desaparece y nunca sabes cuando va a volver a aparecer. Se salva la contemplación de este centro genuino y maltratado. Se puede fumar, creo, hace tiempo que no he vuelto a sentarme en la terraza de este restaurante y los días que pedí almuerzo, prefiero simplemente olvidarlos y entretenerme con la enorme mano de Botero que busca dar una que otra nalgada al primer peatón que se cruce en su camino.

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